DON CARLOS Y DOÑA ANA
El callejón del beso…
Esta es una famosa historia de amor, sucedida en un callejón, en la bellísima ciudad de Guanajuato, México.
Doña Ana era una joven bella, de cabello negro y sedoso con grandes ojos negros pero de mirada seductora, élla se encontraba al cuidado de su nana, Doña Matilde, mujer de facciones duras, pero de enorme corazón, ya que ella adoraba a su niña Ana, desde que quedo huérfana de madre.
Su padre de Ana era un aristócrata de la sociedad colonial de Guanajuato. Dedicado tanto a sus negocios, nunca tenía tiempo para su hija, que siempre buscaba el cariño de su padre, tanto era el egoísmo del padre que no se dio cuenta que su hija ya no era una niña sino una bella señorita.
La costumbre de doña Ana, era asistir a misa a diario, cosa que doña Matilde su nana la acompañaba, pues las hacía sentir buenas cristianas, además de asistir a la catedral, que siempre lucia majestuosa con esos diseños barrocos y además escuchar sus hermosas campanas..
Una mañana primaveral, Ana comenzó a percibir una mirada insistente, pero por más que élla buscaba, no lograba ver a nadie. Cuando las dos mujeres se dirigían a la puerta de la salida , fue cuando un apuesto joven se colocó cerca de la pila de agua bendita, donde Ana y su nana acostumbraban a tomar antes de salir , y con el mayor de los atrevimientos, el joven le ofreció con su mano el agua bendita, por lo cual la muchacha, toda timada y sonrojada, la tomo y le sonrió.
Así pasaron varios días, en los cuales sucedía lo mismo, la nana se hacía que no veía nada y ellos los jóvenes intercambiaban miradas de amor.
El joven era Don Carlos, Romeriro, hijo de una de las familias más acaudaladas de Guanajuato. Y ahí en la iglesia, nació el romance de Carlos y Ana, bajo la vigilancia de doña Matilde, que aprobó este puro amor nacido entre los jóvenes.
Pero como todo se sabe, pronto se corrió el rumor sobre la nueva pareja y esto rumores llegaron a oídos del padre de Ana, quien al enterarse de lo que se hablaba de su hija, decidió encerrarla en su casa para después mandarla a un convento, lejos de Guanajuato, para que se olvidara de aquel joven.
Los días pasaron, y Carlos esperaba pacientemente todos los días en la iglesia a su amada Ana, pero todo era en vano, ya que no volvió.
Finalmente, Doña Ana, decidió enviar una carta al joven Carlos, explicándole la situación. Doña Matilde su nana, fue la encargada de tan importante misión, ataviada con su viejo mantón corrió presurosamente a la iglesia, donde se entro a Don Carlos, muy triste por la ausencia de su amada, cuando leyó la nota, entro en cólera, pues no sabía por qué el padre de doña Ana había reaccionado de esa manera, ya que sus intenciones eran buenas.
Después del enojo llego la cordura para Don Carlos que ideo una forma de ver a su amada Ana, recordó que una ventana de la casa de su amada daba a un callejón muy estrecho, tanto que se podía tocar la pared de enfrente, sacando solamente la mano.
La casa frontal, precisamente a la altura de la recámara de Doña Ana, tenía una ventana por la cual pensó Don Carlos, si lograba introducirse a la casa, podría ver ay hablarle a su amada Ana.
Don Carlos, compró la propiedad, lo primero que hizo fue espiar a Matilde la nana, cuando salió a la calle por algún encargo la intercepto y le contó su plan y le pidió que se lo comunicara a Ana. A la hora señalada se abrieron los dos balcones. Ana no pudo resistir más y le ofreció sus brazos, y lloro de felicidad en el pecho de su amado, quien al verla en ese estado, no pudo más que levantar su hermoso rostro y ofrecerle el beso más amoroso que jamás hubiera brindado.
En ese instante tan amoroso, se escucho una voz imperante que hizo sobresaltar a los dos enamorados, ¡era el padre de Doña Ana!, quien al presenciar tal escena, tomó a su hija del brazo y loco de ira, le clavó un puñal en el corazón.
Cuando don Carlos iba a cruzar el balcón y arrojarse contra el padre de su amada, la cual yacía muerta en el piso, los brazos de dos guardias lo detuvieron.
Nada se volvió a saber sobre Don Carlos, el padre de Ana enloqueció, hasta que finalmente murió.
Las ventanas de aquellos balcones permanecieron cerradas para siempre, guardando en su interior una de las más tristes historias de amor sucedida en Guanajuato, en un México colonial.